Marx es joven y escribe ese
magnífico panfleto que es el Manifiesto Comunista. Marx cree, entonces, en la espontaneidad de
las masas.
“Pero ellos – San Simón, Fourier,
Owen – no perciben en el proletariado ninguna espontaneidad histórica; ningún
movimiento político que le sea propio”.
Un aire triunfalista recorre al
Manifiesto Comunista: que tiemble Metternich, que tiemble el Papa, que tiemblen
los reyes, pues sus días están contados.
Mane, Thecel, Fares. Se acaba el
festín de Baltasar.
Pero los días que estaban contados
eran los de las revoluciones de 1848. Rápidamente, implacablemente, la reacción
las aventa de toda la Europa Central.
Se acaba la carrera de agitador político de Marx, y surge el
académico.
Al autor de El Capital no le
interesan ahora las contradicciones, y la irracionalidad ínsita en el diario
vivir de la sociedad capitalista. Le
interesan esas leyes “que de por sí actúan y se imponen con férrea necesidad en el modo de
producción capitalista” (1er.Prólogo de Marx a El Capital).
Ahora pensemos nosotros. Si hay leyes que se imponen con férrea
necesidad, sólo pueden ser leyes
naturales.
Si esto es así, entonces, con una
técnica adecuada es posible servirse de ellas. Una técnica es la reforma que el
hombre impone a la naturaleza para servirse de ella.
No hay contrariedad entre la
inevitabilidad del cambio social y la necesidad de ingenieros, de activistas,
que lo aceleren y acorten, por lo tanto el sufrimiento de las masas. Porque a las generaciones muertas ¿quién hará
justicia?
RAMÓN MENANTEAU BENÍTEZ