Hace ya bastante
tiempo que E. Brehier escribió tajantemente: No existe una Filosofía Cristiana.
Esto causó revuelo entre los intelectuales católicos.
Intervinieron R.
Jolivet, G. Marcel, M. Blondel, J.Maritain y otros con argumentos bastante
modestos.
“Filosofía
cristiana” existe porque lo permite el lenguaje. Así como “materialismo
dialéctico”,”ser en cuanto ser”, “unión de los contrarios”, y otras expresiones
de la alta cultura.
Comencemos por lo
indiscutible.
a)
El Evangelio es una fe o una firme adhesión al
Señor Jesús. El Reino de los Cielos que éste predica es el advenimiento de los
pobres; sólo los pobres se salvarán. La parábola
del rico Epulón no
es la parábola del rico malo, sino que lo es del rico simplemente. En un
momento pareció conveniente abrir un resquicio para la salvación de los ricos.
La prédica de
Cristo está inserta en la tradición salvífica de los profetas de Israel.
Cristo es un
judío y predica sólo a los de su nación. Recordemos la dura respuesta que da a
la mujer cananea: “No echemos el pan de los hijos a los perros”.
En vano
buscaremos en el Evangelio un rastro de teoría, de razonamiento; Cristo predica
al corazón del hombre desde la Ley.
San Pablo,
sucesor inmediato de Jesús, predica desde una fe. “Fe es la firme seguridad de
lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos… por la fe caminamos, etc.”
(Hebreos 11,1).
La fe está por
sobre la Ley y por sobre la Filosofía.
Otro hombre del
cristianismo primitivo, Tertuliano, opone explícitamente a la fe con Filosofía.
Es famoso todavía su “Creo porque es absurdo”. (De Carne Christi).
De la prédica de
Jesús, de Pablo, de Tertuliano surge la Iglesia (*).
b)
San Pablo y Tertuliano encontraron un
pensamiento griego.
Santo Tomás de Aquino – que ha expresado
y expresa a la ortodoxia católica – encuentra el pensamiento griego en todo su
esplendor. Encuentra a Aristóteles. ¿Qué hacer con él? ¿Para qué nos puede
servir?
La respuesta de
los teólogos fue simple: el objeto de la fe lo aprehendemos, lo aceptamos, por
la autoridad divina, por la gracia de Dios. Pero a Dios mismo ¿por qué lo
aceptamos?
Arrimémosle un
algo de racionalidad.
Tomás de Aquino
elabora, entonces, sus cinco vías para probar la existencia de Dios. Estrictamente,
los preámbulos de la fe.
Examinemos una de
las cinco vías tomistas: la causalidad en
el mundo. Santo Tomás razona así: A deviene B. A será siempre, de suyo, lo
que es. Si deja de serlo es porque algo diferente de ella le ha sobrevenido.
Hay que importar el cambio en el interior de A, y por lo tanto A es pasiva.
Para que A
devenga B es menester introducir la causación en A.
Tendríamos entonces
que A + C dan cuenta de B. Pero entonces enfrentamos la siguiente disyuntiva: O
A y C son lo mismo o no lo son. Si son lo mismo, no compliquemos las cosas; si no lo son, ¿cómo A y C llegan a ser otro de
lo que son?
(*) La expresión
exacta es “Jesús predicó el Reino y lo que vino fue la Iglesia” (A. Loisy)
sacerdote católico excomulgado.
Y para explicar A
+ C no introduzcamos D porque no acabaríamos nunca. Tendríamos que
la causa para que sea tal requiere de una causa que requiere una causa, y así indefinidamente.
No tan
indefinidamente, se nos dirá, pues es el cosmos entero el que produce el más
humilde suceso y entonces para encontrar una
causa debemos considerar el estado completo del universo mientras pasa a
otro estado también completo.
Un estado
completo del universo será causa del estado completo que le sucede.
Pero lo que vale
para una causa separada – si pudiese haber tal – vale también para el universo
entero
¿Cómo pasar de A a B, si A es la totalidad de los sucesos? ¿De dónde
importar la diferencia?
Sin embargo, S.
Tomás insiste: “Debe haber una primera causa a la cual todos llaman Dios” (I.
1ª, q. 2, a.3. Summa).
Aquí hay una
confusión, pues, decir que hay causalidad en
el mundo, no prueba que hay una causalidad del
mundo. Aquí hay un paralogismo.
Vamos terminando
estas elucubraciones. “Dios” no es un término unívoco. Lo podemos entender como
el Dios de Abraham; como el Dios del Éxodo; como aquello mayor que lo cual nada
puede pensarse; como primer motor inmóvil; como acto puro, etc. Pero nunca como
un Padre Nuestro.
Ramón Menanteau Benítez