martes, 18 de marzo de 2014

NO HAY FILOSOFÍA CRISTIANA

Hace ya bastante tiempo que E. Brehier escribió tajantemente: No existe una Filosofía Cristiana. Esto causó revuelo entre los intelectuales católicos.

Intervinieron R. Jolivet, G. Marcel, M. Blondel, J.Maritain y otros con argumentos bastante modestos.
“Filosofía cristiana” existe porque lo permite el lenguaje. Así como “materialismo dialéctico”,”ser en cuanto ser”, “unión de los contrarios”, y otras expresiones de la alta cultura.

Comencemos por lo indiscutible.
a)                  El Evangelio es una fe o una firme adhesión al Señor Jesús. El Reino de los Cielos que éste predica es el advenimiento de los pobres; sólo los pobres se salvarán. La parábola 

del rico Epulón no es la parábola del rico malo, sino que lo es del rico simplemente. En un momento pareció conveniente abrir un resquicio para la salvación de los ricos.

La prédica de Cristo está inserta en la tradición salvífica de los profetas de Israel.

Cristo es un judío y predica sólo a los de su nación. Recordemos la dura respuesta que da a la mujer cananea: “No echemos el pan de los hijos a los perros”.

En vano buscaremos en el Evangelio un rastro de teoría, de razonamiento; Cristo predica al corazón  del hombre desde la Ley.

San Pablo, sucesor inmediato de Jesús, predica desde una fe. “Fe es la firme seguridad de lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos… por la fe caminamos, etc.” (Hebreos 11,1).

La fe está por sobre la Ley y por sobre la Filosofía.

Otro hombre del cristianismo primitivo, Tertuliano, opone explícitamente a la fe con Filosofía. Es famoso todavía su “Creo porque es absurdo”. (De Carne Christi). 

De la prédica de Jesús, de Pablo, de Tertuliano surge la Iglesia (*).

b)                 San Pablo y Tertuliano encontraron un pensamiento griego.
Santo Tomás de Aquino – que ha expresado y expresa a la ortodoxia católica – encuentra el pensamiento griego en todo su esplendor. Encuentra a Aristóteles. ¿Qué hacer con él? ¿Para qué nos puede servir?

La respuesta de los teólogos fue simple: el objeto de la fe lo aprehendemos, lo aceptamos, por la autoridad divina, por la gracia de Dios. Pero a Dios mismo ¿por qué lo aceptamos?
Arrimémosle un algo de racionalidad.

Tomás de Aquino elabora, entonces, sus cinco vías para probar la existencia de Dios. Estrictamente, los preámbulos de la fe.

Examinemos una de las cinco vías tomistas: la causalidad en el mundo. Santo Tomás razona así: A deviene B. A será siempre, de suyo, lo que es. Si deja de serlo es porque algo diferente de ella le ha sobrevenido. Hay que importar el cambio en el interior de A, y por lo tanto A es pasiva.
Para que A devenga B es menester introducir la causación en A.
Tendríamos entonces que A + C dan cuenta de B. Pero entonces enfrentamos la siguiente disyuntiva: O A y C son lo mismo o no lo son. Si son lo mismo, no compliquemos las cosas;  si no lo son, ¿cómo A y C llegan a ser otro de lo que son?

(*) La expresión exacta es “Jesús predicó el Reino y lo que vino fue la Iglesia” (A. Loisy) sacerdote católico excomulgado.

Y para explicar A + C  no introduzcamos D  porque no acabaríamos nunca. Tendríamos que la causa para que sea tal requiere de una causa que requiere una causa, y así indefinidamente.

No tan indefinidamente, se nos dirá, pues es el cosmos entero el que produce el más humilde suceso y entonces para encontrar una causa debemos considerar el estado completo del universo mientras pasa a otro estado también completo.

Un estado completo del universo será causa del estado completo que le sucede.
Pero lo que vale para una causa separada – si pudiese haber tal – vale también para el universo entero 
¿Cómo pasar de A a B, si A es la totalidad de los sucesos? ¿De dónde importar la diferencia?
Sin embargo, S. Tomás insiste: “Debe haber una primera causa a la cual todos llaman Dios” (I. 1ª, q. 2, a.3. Summa).

Aquí hay una confusión, pues, decir que hay causalidad en el mundo, no prueba que hay una causalidad del mundo. Aquí hay un paralogismo.

Vamos terminando estas elucubraciones. “Dios” no es un término unívoco. Lo podemos entender como el Dios de Abraham; como el Dios del Éxodo; como aquello mayor que lo cual nada puede pensarse; como primer motor inmóvil; como acto puro, etc. Pero nunca como un Padre Nuestro.

                                                         Ramón Menanteau Benítez