viernes, 1 de agosto de 2014

EL BIEN COMÚN


Se invoca al bien común cuando los bienes particulares corren riesgos.

Es el bien común una premisa conforme a la cual se han racionalizado crímenes famosos.

Se pretende – me parece que es Alberto Camus – que hay crímenes de pasión, y crímenes de lógica, y que la realidad de nuestra época es la del crimen lógico; es la del crimen argumentado.

Está equivocado el malogrado escritor. Justificar  crímenes tiene ya un largo historial. En aquel tiempo, dijeron los príncipes de los sacerdotes: ¿Qué hacemos, pues este hombre hace muchos milagros? Si le dejamos así, todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y a nuestra nación.

Uno de esos príncipes, Caifás, sumo sacerdote, les dijo: “Vosotros no sabéis nada; ¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo, y no que perezca todo el pueblo?”

Tal es la racionalización, la justificación lógica, de un antiguo y famosísimo crimen.

El bien común es también la premisa con la que la culta Atenas racionaliza la cicuta para Sócrates

La Inquisición – las diversas inquisiciones – también proceden racionalmente cuando los canonistas invocan razones de orden social: los herejes turban la tranquilidad pública; atentan contra el bien común.

Todavía en el siglo XVIII se justifican las violencias a partir del bien común. ¿Cuál es el bien común ahora, en 1789? ¿Cuál es el bien común que invoca una inquisición laica e ilustrada?

“La Revolución es la igualdad, y no habrá igualdad mientras subsistan los privilegios entre el Estado y los individuos. La Asamblea se pronuncia por la nacionalización” (A.Dansette. Histoire Religieuse de la France Contemporaine).        

En tres años, las propiedades eclesiásticas son puestas en subasta. Los abogados, los notarios, los médicos, los comerciantes, los capataces, los funcionarios, dueños ahora de esos bienes, redactan su bien común que será la premisa para el Terror que está por venir.

Rápidamente, el Papa aprueba al nuevo bien común así habido. E Iglesia y burguesía defenderán su bien común frente al socialismo incipiente. Las represiones a la insurrección lionesa, y a la Comuna de París están inscritas en este último bien común.

No hace mucho, aquí en Chile, la Junta de Gobierno necesitó declarar sus intenciones. Hizo una Declaración de Principios: el fin del Estado es el bien común general. El bien común exige respetar el principio de subsidiariedad del Estado.

No cuesta advertir que el principio de subsidiariedad supone el derecho a la libre iniciativa en el campo económico.

Dijimos al comienzo que se invoca al bien común cuando el bien de unos pocos está en riesgo. Esto que en un momento percibimos más o menos confusamente, lo dijo con claridad en un libro valiente y contundente la periodista María Olivia Monckeberg: El saqueo de los grupos económicos al Estado de Chile.

Se lo seguimos agradeciendo.

                                                                                    Ramón Menanteau Benítez

PENSAR POR NUESTRA CUENTA II


Repensemos a los grandes autores.  Vayamos a ellos con simpatía; y entonces la crítica – fuere cual fuere – madurará sola.
 
Podemos repensar sus pensamientos; pero nunca reinventarlos todos. Esta es una dificultad que nos pone la brevedad de la vida.
 
Así y todo – aunque parezca paradoja – pensar por uno mismo es un deber. Toda nuestra dignidad de hombres, dice Pascal, reside en el pensamiento. ¿No se nos ha enseñado durante milenios que somos animales racionales?
 
Más preciso aún: piensa lo que piensas. Reflexiona.
 
Tal actitud no es inconciliable con los requerimientos muchísimas veces urgentes de la acción.  Al contrario, los atempera; imposibilita  a los fanatismos; nos impide encapsularnos en una originalidad vanidosa y estéril.
 
Intentemos pensar por nosotros mismos.

 

                                                                                       Ramón Menanteau Benítez

PENSAR POR NUESTRA CUENTA I

En nuestra juventud buscamos, y rebuscamos un fundamento que diera seguridad a nuestra vida.  Lo buscamos en el Cristianismo; lo buscamos en la Iglesia Católica; lo buscamos en el Marxismo.  Hasta en el Existencialismo lo buscamos.  Indagamos en la doctrina del deber por el deber.

Al fin, lo hemos encontrado en donde menos lo esperábamos: en la Biblia, en el Antiguo testamento.  Hay allí unos renglones que nos han ayudado a poner los pies en la tierra.

“Todo a todos sucede de la misma manera; una misma suerte es la que corre el justo y el impío; el bueno y el malo; el puro y el impuro; el que sacrifica y el que no ofrece sacrificios; como el hombre de bien, el malhechor; como el que jura, el que aborrece el juramento …Goza de la vida con tu amada compañera todos los días de la fugaz vida que Dios te dé bajo el sol, porque esa es tu parte en esta vida entre los trabajos que padeces debajo del sol. Cuanto bien puedas hacer, hazlo alegremente, porque no hay en el sepulcro  a donde vas, ni obra ni industria ni ciencia ni sabiduría” (Eclesiastés. 9).

Extraño texto que ha sobrevivido a los expurgos inquisitoriales de judíos y cristianos.

No nos dice este texto: ¡Paraliza tu acción! Al contrario, nos dice que cuanto bien podamos hacer lo hagamos alegremente.

Todo hombre si no es del todo tonto ni tiene la conciencia encallecida sabe en cada situación la actitud que debe adoptar.

Nos está diciendo este amable escéptico judío que cuando hayamos de decidir  no dependamos  de las opiniones de otros.

Se nos dirá, y con razón,  que muchísimas veces urge decidirnos.  Y entonces, ¿en dónde apoyarnos? ¿Cómo ilustrar rápidamente a nuestra  conciencia?

Estamos situados en el dominio de la acción, en el dominio éticopolítico.  Ya no somos niños ni jóvenes imberbes, y, por lo tanto, nuestra conciencia debe estar ya informada.

Tiempo ha – cuando nos enseñaron Filosofía de veras – nuestros profesores nos proponían a los grandes autores para que los repensáramos,  y luego pensáramos por nuestra cuenta.
Pensar, y pensar bien, por nuestra cuenta ¿es sensato  y es posible? Veamos.

EL FRACASO DEL EVANGELIO (II)


El Emperador Constantino oyó complacido a Lactancio que sensatamente le ponderaba las ventajas políticas que acarrearía el establecimiento del Cristianismo como religión oficial. El Cristianismo volvería al mundo su antigua inocencia; el Cristianismo acabaría con las diferencias entre los ciudadanos considerados como hijos de un mismo Padre. El Cristianismo reformaría las costumbres; el Cristianismo haría innecesaria la espada de la justicia. ¡Cuántas cosas buenas haría el Cristianismo!

Pero se equivocó el buen Lactancio,  y se equivocó Constantino el astuto. Porque una vez en la legalidad, la dulce religión de los que se amaban se multiplica, y se vuelve  a multiplicar en sectas que, reclamando cada una para sí al Evangelio, se acometen con fervoroso entusiasmo. Los cristianos persiguen a los cristianos, y utilizan sin asco las penalidades establecidas por los magistrados romanos. Los obispos de la iglesia triunfante – y por ello domicilio de los buenos – aplauden a la intolerancia.
 
Los cristianos, perseguidos por los cristianos, hallan otra vez refugio en las catacumbas que la bondadosa providencia del Padre les había conservado. (Cf. E.Gibbon. The Decline and Fall of the Roman Empire. London 1776-1789).
 
Tal ha sido el carácter de todo el Cristianismo posterior. Contra una iglesia se levanta otra; contra una ortodoxia se levanta otra ortodoxia; contra una hoguera se levanta otra hoguera.
 
Cada una de las iglesias, cuando ha tenido el poder, ha pasado desde la persuasión y el consejo a la compulsión. Al “compelle intrare”.
 
Hacia fines del siglo XIX; cuarenta o más años desde El Manifiesto Comunista; cuando la cuestión social se debatía al rojo vivo, el Sumo Pontífice Romano, León Trece; zanjaba la cuestión diciendo resumidamente: “lo que sobra dadlo de limosna” (Rerum Novarum).
 
Es el comienzo de la Doctrina Social de la Iglesia.

                                                                                        

                                                                                                  Ramón Menanteau Benítez

EL FRACASO DEL EVANGELIO (I)


El Evangelio no es una teoría; sin embargo no podemos ignorar las esperanzas y tensiones que ha suscitado en la Historia. El Evangelio es una fe o una firme adhesión a la palabra de Jesús. Es una esperanza; es un amor que por las peripecias de su destino, ha suscitado una Apologética; un Derecho Canónico; una ciencia ilusoria: la Teología. De modo que la palabra simple y directa de Jesús se ha inficionado de ganga griega, romana, y gnóstica.
 
Jesús – citamos al azar – da un consejo o hace una súplica: amaos unos a otros; que sean uno, Padre, como tú y yo somos uno.
 
Y sus seguidores más próximos: tengan todos un mismo sentir. Sean compasivos, fraternales, misericordiosos; no devuelvan mal por mal. El Reino de los Cielos es el advenimiento de los pobres: sólo los pobres se salvarán. Y así, la parábola del rico Epulón no es la parábola del  rico malo sino que lo es del rico simplemente.
 
El Evangelio como religión de amor, ¿ha fracasado?
 
De la batalla que el Evangelio ha dado podemos decir que está ganada y perdida.
 
Ganada, en cuanto ha sido la representación que unos pocos se han hecho de la vida. En primer lugar Jesús; luego Francisco de Asís; Pedro Valdo, Alberto Schweitzer, Clotario  Blest.
 
La batalla del Evangelio está perdida en cuanto que con él se ha pretendido regir a toda la humanidad. Entonces el Evangelio se convierte en Política, en Derecho Canónico, y en multitud de iglesias que guerrean entre sí.
 
El fracaso del Evangelio como socialcristianismo era inevitable ya que toda la prédica de Jesús y de sus más próximos seguidores estaba dominada por su pensamiento escatológico. El Reino de Dios se acerca: “En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que todo esto se cumpla”.
 
Esperando el advenimiento final, los cristianos primitivos no se interesan por redactar una teoría del Estado; ni academias de estudios religiosos. Esperando la vuelta del Señor no se preocupan de reorganizar el mundo. “Que cada cual permanezca en el estado en que fue llamado”. (Pablo).
 
La postergación del santo advenimiento tuvo como efecto que las instituciones, que ya habían cristalizado invocando al Evangelio, lucharan ferozmente entre sí por su prosperidad terrena. Porque sucede  que las instituciones se aferran a la existencia cuando ya no alienta en ellas el espíritu que las originó, y terminan como esos bosques petrificados de que nos habla Spengler en el comienzo de su obra. Así les pasa a las instituciones en su porfía por existir: se quedan sin alma; son sólo un nombre, y una fachada. Se posterga indefinidamente el Día de la vuelta. Las iglesias comienzan a disputarse duramente las realidades terrenas, y el espíritu del Evangelio se solidifica en la letra. A la caridad sucede el Derecho Canónico; y a la palabra simple y directa de Jesús, una pseudo ciencia: la Teología.

martes, 18 de marzo de 2014

NO HAY FILOSOFÍA CRISTIANA

Hace ya bastante tiempo que E. Brehier escribió tajantemente: No existe una Filosofía Cristiana. Esto causó revuelo entre los intelectuales católicos.

Intervinieron R. Jolivet, G. Marcel, M. Blondel, J.Maritain y otros con argumentos bastante modestos.
“Filosofía cristiana” existe porque lo permite el lenguaje. Así como “materialismo dialéctico”,”ser en cuanto ser”, “unión de los contrarios”, y otras expresiones de la alta cultura.

Comencemos por lo indiscutible.
a)                  El Evangelio es una fe o una firme adhesión al Señor Jesús. El Reino de los Cielos que éste predica es el advenimiento de los pobres; sólo los pobres se salvarán. La parábola 

del rico Epulón no es la parábola del rico malo, sino que lo es del rico simplemente. En un momento pareció conveniente abrir un resquicio para la salvación de los ricos.

La prédica de Cristo está inserta en la tradición salvífica de los profetas de Israel.

Cristo es un judío y predica sólo a los de su nación. Recordemos la dura respuesta que da a la mujer cananea: “No echemos el pan de los hijos a los perros”.

En vano buscaremos en el Evangelio un rastro de teoría, de razonamiento; Cristo predica al corazón  del hombre desde la Ley.

San Pablo, sucesor inmediato de Jesús, predica desde una fe. “Fe es la firme seguridad de lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos… por la fe caminamos, etc.” (Hebreos 11,1).

La fe está por sobre la Ley y por sobre la Filosofía.

Otro hombre del cristianismo primitivo, Tertuliano, opone explícitamente a la fe con Filosofía. Es famoso todavía su “Creo porque es absurdo”. (De Carne Christi). 

De la prédica de Jesús, de Pablo, de Tertuliano surge la Iglesia (*).

b)                 San Pablo y Tertuliano encontraron un pensamiento griego.
Santo Tomás de Aquino – que ha expresado y expresa a la ortodoxia católica – encuentra el pensamiento griego en todo su esplendor. Encuentra a Aristóteles. ¿Qué hacer con él? ¿Para qué nos puede servir?

La respuesta de los teólogos fue simple: el objeto de la fe lo aprehendemos, lo aceptamos, por la autoridad divina, por la gracia de Dios. Pero a Dios mismo ¿por qué lo aceptamos?
Arrimémosle un algo de racionalidad.

Tomás de Aquino elabora, entonces, sus cinco vías para probar la existencia de Dios. Estrictamente, los preámbulos de la fe.

Examinemos una de las cinco vías tomistas: la causalidad en el mundo. Santo Tomás razona así: A deviene B. A será siempre, de suyo, lo que es. Si deja de serlo es porque algo diferente de ella le ha sobrevenido. Hay que importar el cambio en el interior de A, y por lo tanto A es pasiva.
Para que A devenga B es menester introducir la causación en A.
Tendríamos entonces que A + C dan cuenta de B. Pero entonces enfrentamos la siguiente disyuntiva: O A y C son lo mismo o no lo son. Si son lo mismo, no compliquemos las cosas;  si no lo son, ¿cómo A y C llegan a ser otro de lo que son?

(*) La expresión exacta es “Jesús predicó el Reino y lo que vino fue la Iglesia” (A. Loisy) sacerdote católico excomulgado.

Y para explicar A + C  no introduzcamos D  porque no acabaríamos nunca. Tendríamos que la causa para que sea tal requiere de una causa que requiere una causa, y así indefinidamente.

No tan indefinidamente, se nos dirá, pues es el cosmos entero el que produce el más humilde suceso y entonces para encontrar una causa debemos considerar el estado completo del universo mientras pasa a otro estado también completo.

Un estado completo del universo será causa del estado completo que le sucede.
Pero lo que vale para una causa separada – si pudiese haber tal – vale también para el universo entero 
¿Cómo pasar de A a B, si A es la totalidad de los sucesos? ¿De dónde importar la diferencia?
Sin embargo, S. Tomás insiste: “Debe haber una primera causa a la cual todos llaman Dios” (I. 1ª, q. 2, a.3. Summa).

Aquí hay una confusión, pues, decir que hay causalidad en el mundo, no prueba que hay una causalidad del mundo. Aquí hay un paralogismo.

Vamos terminando estas elucubraciones. “Dios” no es un término unívoco. Lo podemos entender como el Dios de Abraham; como el Dios del Éxodo; como aquello mayor que lo cual nada puede pensarse; como primer motor inmóvil; como acto puro, etc. Pero nunca como un Padre Nuestro.

                                                         Ramón Menanteau Benítez