El Emperador
Constantino oyó complacido a Lactancio que sensatamente le ponderaba las
ventajas políticas que acarrearía el establecimiento del Cristianismo como
religión oficial. El Cristianismo volvería al mundo su antigua inocencia; el
Cristianismo acabaría con las diferencias entre los ciudadanos considerados
como hijos de un mismo Padre. El Cristianismo reformaría las costumbres; el
Cristianismo haría innecesaria la espada de la justicia. ¡Cuántas cosas buenas
haría el Cristianismo!
Pero se equivocó el buen Lactancio, y se equivocó Constantino el astuto. Porque una vez en la legalidad, la dulce religión de los que se amaban se multiplica, y se vuelve a multiplicar en sectas que, reclamando cada una para sí al Evangelio, se acometen con fervoroso entusiasmo. Los cristianos persiguen a los cristianos, y utilizan sin asco las penalidades establecidas por los magistrados romanos. Los obispos de la iglesia triunfante – y por ello domicilio de los buenos – aplauden a la intolerancia.
Pero se equivocó el buen Lactancio, y se equivocó Constantino el astuto. Porque una vez en la legalidad, la dulce religión de los que se amaban se multiplica, y se vuelve a multiplicar en sectas que, reclamando cada una para sí al Evangelio, se acometen con fervoroso entusiasmo. Los cristianos persiguen a los cristianos, y utilizan sin asco las penalidades establecidas por los magistrados romanos. Los obispos de la iglesia triunfante – y por ello domicilio de los buenos – aplauden a la intolerancia.
Los cristianos,
perseguidos por los cristianos, hallan otra vez refugio en las catacumbas que
la bondadosa providencia del Padre les había conservado. (Cf. E.Gibbon. The Decline and Fall of the
Roman Empire. London 1776-1789).
Tal ha sido el
carácter de todo el Cristianismo posterior. Contra una iglesia se levanta otra;
contra una ortodoxia se levanta otra ortodoxia; contra una hoguera se levanta
otra hoguera.
Cada una de las
iglesias, cuando ha tenido el poder, ha pasado desde la persuasión y el consejo
a la compulsión. Al “compelle intrare”.
Hacia fines del siglo
XIX; cuarenta o más años desde El Manifiesto Comunista; cuando la cuestión social se debatía al rojo
vivo, el Sumo Pontífice Romano, León Trece; zanjaba la cuestión diciendo resumidamente:
“lo que sobra dadlo de limosna” (Rerum Novarum).
Es el comienzo de la
Doctrina Social de la Iglesia.
Ramón
Menanteau Benítez
No hay comentarios:
Publicar un comentario