“Resulta muy
difícil para el animal racional
someter su
propia vida a la vara de medir
de la razón. Es muy difícil en nuestras
vidas
individuales, y es una terrible, casi
insuperable
dificultad en el cuerpo político.
Con
respecto a la dirección racional de la
vida
colectiva y política nos hallamos,
ciertamente,
todavía en una era prehistórica”
(J. Maritain.
El Hombre y el Estado. Editorial
del
Pacífico, Santiago, 1974).
Gran verdad es que los hombres no
viven a la manera de anacoretas, sino que conviven, y que, por esto, la
Política ha de ser para ellos el arte supremo, puesto que posibilita la
convivencia, y la convivencia les es necesaria para vivir como hombres. Pero,
también, de hecho, convivencia no es concordia, sino pugna hipócrita y sórdida.
Todas las brújulas enloquecen cuando
se trata de traer a la existencia el funcionamiento armónico de la ciudad.
Hasta aquí no se ha logrado en ninguna ciudad – en ninguna presunta ciudad –
que el bien del individuo sea también el de todos, y por esto, todas han debido
organizarse de un modo técnico y no moral. La cuestionable armonía de las
ciudades no brota de lo específico del alma humana, sino que es o la imposición
de una fuerza o la competencia astuta entre fuerzas encontradas.
Es el mismo Aristóteles quien dice
mientras redacta su sensato ideario éticopolítico – el más sensato de todos –
que “percibimos una especie de instinto que repugna a la razón, que la combate
y le hace frente”.
Hasta este momento, el bien para todos
los hombres no ha sido descubierto. Los hombres conviven para poder trabajar
cada cual por su particular interés, por su respectivo bien, aunque ello
implique, y sabiendo que implica, que el vecino con quien convive no viva.
Tal vez, quizás, todos los hombres
piensan, pero no todos en el mismo grado, porque las acciones que ocurren en la
vida nos fuerzan a establecer grados de humanidad. La “vis infinita
cogitandi” (la facultad de pensar) no
se establece parejamente en todos los centros finitos de percepción (en todas
las cabezas).
La representación que se hacen de la
vida los pocos mutantes más equilibrados no la tiene la muchedumbre, mezcla
precaria de cerros de animalidad con milígramos del famoso Logos. Dejo constancia que no tengo nada contra los ingredientes,
sino mucho contra la proporción.
¿A qué bien aspira esta muchedumbre
carnal y animal? Al tener. La domina el deseo infinito de riquezas que,
fatalmente, la lleva a dividirse en partidos.
Las acciones que ocurren en la vida
siguen declarando que el Logos no
está repartido proporcionalmente, pues, si lo estuviera – no temamos repetir –
habría efectivamente una ciudad humana. Porque no existe el Hombre, tan caro a
los humanistas es que no existe el Bien tan caro a los apóstoles.