sábado, 6 de febrero de 2016

El Demagogo





Intentamos ir desde la palabra a la idea.
La palabra “demagogo” es de origen griego y significa “conductor de su
 pueblo”.
En su origen remoto – Atenas siglo V A.C. – el demagogo es eminentemente un orador. Su palabra intenta convencer a su pueblo de lo que es mejor para su pueblo. El pueblo confiaba en sus demagogos; confiaba en que detrás de sus palabras había ideas.
Los demagogos subían a la tribuna del Senado ateniense por orden de edad. Podían decir su  palabra a un auditorio atento que nunca los interrumpía. Se respetaba a los demagogos pero también se les exigía.
Cuenta Fustel de Coulanges  en La Ciudad Antigua que podían hablar todos, sin distinción de fortuna ni de profesión, siempre que hubiesen acreditado que gozaban de los derechos políticos, que no eran deudores del Estado, que eran puras sus costumbres, que estaban unidos en legítimo matrimonio, que poseían tierras en Ática, que habían cumplido todos los deberes con sus padres, que habían concurrido a todas las expediciones militares que se les ordenaron y que no habían arrojado su escudo en la batalla.
El demagogo es un producto político eminentemente democrático; es un ciudadano de la izquierda política. Es un hombre informado; es un hombre culto. Conoce su doctrina y la doctrina de sus adversarios. Sabe a donde conduce a los suyos;  conoce los pros  y  los contras de su doctrina y de la doctrina adversa.
El demagogo es un educador, y, por tanto, debe conocer a su pueblo, y estar preparado para que el grito de aplauso de hoy sea de condenación mañana. Hay en la historia de la humanidad un caso emblemático de esto; sucedió en Jerusalem.
Ha de cuidarse el demagogo de las ideas absolutas, de las frases altisonantes como por ejemplo “ha llegado la hora, compañeros”.
El demagogo, lo dijimos, es un político, y en la política no hay absolutos. La
opinión  es la soberana y por tanto el pedagogo está sujeto a equivocarse. La culta Atenas le permitía equivocarse tres veces y no más. En caso contrario, los cultos atenienses lo condenaban a las penas del mismísimo infierno. Respetaban al demagogo, pero no lo consentían.
Dice el pensador griego – Platón, Aristóteles -  que el arte de la Política no es para los jóvenes, y esto porque los jóvenes “no tienen experiencia de las acciones que ocurren en la vida”. El griego está  pensando que el demagogo porque es un educador  es también un moralista.
Sus consejos no los da ni podría  darlos  sujetándose  siempre a la universalidad de la ley. Hay veces – muchas veces – en que debe apoyarse en un sentimiento seguro y espontáneo de lo justo y de lo injusto cuando se trata de apreciar un caso concreto y particular. Es el sentimiento de equidad.
Hasta aquí llega este recuerdo,  tal vez nostálgico, de nuestros maestros griegos.

                                                   Ramón Menanteau Benítez

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