Intentamos ir
desde la palabra a la idea.
La palabra
“demagogo” es de origen griego y significa “conductor de su
pueblo”.
En su origen remoto – Atenas siglo V A.C. – el demagogo es
eminentemente un orador. Su palabra intenta convencer a su pueblo de lo que es
mejor para su pueblo. El pueblo confiaba en sus demagogos; confiaba en que
detrás de sus palabras había ideas.
Los demagogos subían a la tribuna del Senado ateniense por orden de
edad. Podían decir su palabra a un
auditorio atento que nunca los interrumpía. Se respetaba a los demagogos pero
también se les exigía.
Cuenta Fustel de Coulanges en La
Ciudad Antigua que podían hablar todos, sin distinción de fortuna ni de
profesión, siempre que hubiesen acreditado que gozaban de los derechos
políticos, que no eran deudores del Estado, que eran puras sus costumbres, que
estaban unidos en legítimo matrimonio, que poseían tierras en Ática, que habían
cumplido todos los deberes con sus padres, que habían concurrido a todas las
expediciones militares que se les ordenaron y que no habían arrojado su escudo
en la batalla.
El demagogo es un producto político eminentemente democrático; es un
ciudadano de la izquierda política. Es un hombre informado; es un hombre culto.
Conoce su doctrina y la doctrina de sus adversarios. Sabe a donde conduce a los
suyos; conoce los pros y los
contras de su doctrina y de la doctrina adversa.
El demagogo es un educador, y, por tanto, debe conocer a su pueblo, y estar
preparado para que el grito de aplauso de hoy sea de condenación mañana. Hay en
la historia de la humanidad un caso emblemático de esto; sucedió en Jerusalem.
Ha de cuidarse el demagogo de las ideas absolutas, de las frases
altisonantes como por ejemplo “ha llegado la hora, compañeros”.
El demagogo, lo dijimos, es un político, y en la política no hay
absolutos. La
opinión es la soberana y por tanto el pedagogo está
sujeto a equivocarse. La culta Atenas le permitía equivocarse tres veces y no
más. En caso contrario, los cultos atenienses lo condenaban a las penas del
mismísimo infierno. Respetaban al demagogo, pero no lo consentían.
Dice el pensador griego – Platón, Aristóteles - que el arte
de la Política no es para los jóvenes, y esto porque los jóvenes “no tienen
experiencia de las acciones que ocurren en la vida”. El griego está pensando que el demagogo porque es un
educador es también un moralista.
Sus consejos no los da ni podría darlos sujetándose
siempre a la universalidad de la ley.
Hay veces – muchas veces – en que debe apoyarse en un sentimiento seguro y
espontáneo de lo justo y de lo injusto cuando se trata de apreciar un caso
concreto y particular. Es el sentimiento de equidad.
Hasta aquí llega este recuerdo, tal vez nostálgico, de nuestros maestros
griegos.
Ramón Menanteau Benítez
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